[Todos CMAT] Don Carlos

José Vieitez jvieitez en fing.edu.uy
Mar Ago 14 16:02:16 UYT 2007


 Don Carlos




Los abismos de la memoria

  Hace diez años Hugo Alfaro despedía desde la contratapa de BRECHA a ese humanista integral que fue Carlos Martínez Moreno. En el exilio, su muerte fue doblemente dolorosa. Desde entonces este semanario lo ha recordado en su abrumadora valía de escritor, abogado, ensayista político, crítico feroz y ser humano de singular coraje. El décimo aniversario pretexta este nuevo homenaje a su memoria, porque en esa vida de entrega a la cultura y al civismo hay un legado de lucidez -no exento de humor y humanidad- que es parte de las señas de identidad. Aunque lo había conocido varios años antes, por medio de su hijo Eduardo, traté cotidianamente a Martínez Moreno al principio de su exilio, el año que pasó en Barcelona antes de partir para México, donde finalmente moriría en 1986. 

  Había tenido que salir del país de improviso el 3 de octubre de 1977, a raíz de su actividad como defensor de presos políticos, y había elegido Barcelona porque allí vivían su hijo Eduardo, su nuera Silvia y sus cuatro nietos. Carmen, su mujer, y su hijita Matilde, de apenas dos años, habían quedado en Montevideo y llegarían a España algunos meses después.
  En esa época vivíamos todos en un barrio situado en la parte alta del Parque Güell, un barrio de inmigrantes españoles (andaluces, murcianos, aragoneses, gallegos) donde también habían ido a parar varios nicaragüenses, algún africano y un grupo de uruguayos. Eran épocas duras, en la que nadie tenía un trabajo muy seguro y la situación de documentación era todavía difícil, a lo que se sumaban las malas noticias en las cartas que llegaban de Montevideo.


  Carlitos, que tenía entonces 60 años y había dejado en el país una carrera prestigiosa como penalista y escritor, además de su familia, se integró a aquel grupo de uruguayos jóvenes con un sorprendente buen humor. Nunca se dejó ganar por el desánimo y, con su ironía proverbial, hacía bromas sobre la obsesión que teníamos todos por las tres "P": papeles, pesetas y permisos. En aquel tiempo en que muchos hurgaban en su árbol genealógico en busca de un abuelo español o italiano que permitiera conseguir el ansiado pasaporte, Carlitos se sorprendía de su condición de uruguayo descendiente de dos ramas familiares que se remontaban a los tiempos de la independencia. Sus escritos reflejan esa condición de "uruguayo viejo", venido de familias que pelearon en bandos opuestos en la Guerra Grande, lo que tal vez le dio un sesgo particular para rastrear en el pasado las claves de un país. No tardó mucho en convertirse en una figura respetada en aquel barrio de inmigrantes. El Ángel, un abogado aragonés más aficionado al brandy que a los códigos (pasaba el día en el bar, con algún libro y muchas copas) había ido descubriendo -deslumbrado- que aquel vecino que llevaba a su nieta a la escuelita del Parque Güell, y que a veces paraba en el boliche a tomarse un café o un jerez, era un escritor, un penalista prestigioso y un conversador brillante y cordial. Era de familia republicana y en su entusiasmo, después de leer Con las primeras luces, nos dijo un día -tras varios brandys- con una sinceridad aplastante: "Hombre, exiliado, lo que se dice exiliado, eso es Carlos. Vosotros... no sois lo mismo", y agregaba un gesto entre despectivo y piadoso que quería definir nuestra condición de irredimibles "sudacas" de a pie.


  Carlitos había asumido con asombrosa modestia la necesidad de ganarse la vida como fuera, y aunque mandaba artículos a varias revistas serias dentro y fuera de España, el único trabajo fijo que consiguió en los primeros meses fue el de corrector de estilo en una de aquellas publicaciones de "destape" de la España de la apertura, cuyos responsables no tenían ni idea de quién era aquel hombre que, de gorra y bufanda (disfrazado de jubilado corno decía él), les devolvía, convertidos en artículos legibles, los engendros que le entregaban semana a semana. El mismo contaba divertido que había escuchado al secretario de redacción decirle a otro, con un original en la mano: "Qué bien escribe, este gordito...".


  Mientras, hacía gestiones en organismos internacionales por la libertad de Seregni (de quien había sido abogado defensor y cuyo caso se había convertido en el centro de sus preocupaciones mayores) y denunciaba la situación que se vivía en el país. Pero se hacía tiempo para ver a sus amigos (Alsina Thevenet, Carlos Rama, de paso alguna vez, Mauricio Müller), para jugar con los nietos y para tener interminables charlas con nosotros y preocuparse por la situación de cada uno, arrimando siempre una frase feliz o un gesto pudorosamente solidario. Cuento esto porque aquel "lúcido", aquel observador implacable de la realidad, aquel crítico temible como lo ha llamado Taco Larreta, que no perdonaba ni a su generación ni a sí mismo, era en la vida cotidiana un hombre afable y cálido, que supo enfrentar la dureza del exilio con una entereza y una modestia admirables. Sus opiniones, auque no fueran nunca magisteriales -tenía un agudísimo sentido del ridículo-eran a veces lapidarias. A un escritor mallorquino, que transido de nacionalismo dijo un día que el Tirant lo blanc de Joanot Martorell era mucho mejor que el Quijote, le contestó: "Yo no lo leí, pero se sabría, ¿no?".


  A pesar de los pesares y de las dificultades económicas siempre mantuvo en alto su sentido del humor, y se divertía a veces a costa nuestra.

  Su hija Matilde, que tenía poco más de dos años, era una niña precoz a quien él le enseñaba cosas exóticas, que ella repetía para asombro de todo el mundo.

   Yo misma le decía que él le exigía demasiado y que eso no era bueno para la niña. Una tarde cuando llegué a su casa me dijo que le había enseñado a leer la hora en el reloj. Frente a mi cara de incredulidad, dijo: "Matilde, ¿qué hora es?". Y la niña miró el reloj de pared y contestó: "Las siete y media". Yo quedé espantada. Mucho después rne confesó que le había enseñado a decir las siete y media porque ésa era la hora en que yo solía visitarlos y había preparado la escena cuidadosamente.


  En octubre de 1978, gracias a la gestión de varios intelectuales mexicanos, partió a México, donde fue recibido como se merecía y donde pasó sus últimos años escribiendo y dando clases en la UNAM. El centro de sus preocupaciones seguía siendo el Uruguay, y viajó siempre que se lo requería para participar en conferencias sobre derechos humanos y denunciar la situación de los presos políticos, en particular el caso de Seregni. Su valentía, su lucidez para mirar el país, le granjearon muchos sinsabores que mirados desde hoy producen vergüenza. El color que el infierno me escondiera, escrita en México y ganadora del Premio de novela Proceso-Nueva Imagen -mal comprendida por muchos uruguayos que no le perdonaron su lucidez y su capacidad de autocrítica-, sigue siendo el mejor libro que se escribió en este país sobre los años de violencia.


  El Uruguay tiene una deuda con Martínez Moreno que no acaba de saldar. Sus libros mayores -Con las primeras luces, Tierra en la boca, La otra mitad- no han sido leídos ni estudiados como se merecen. Su obra ensayística -siempre aguda y muchas veces profética- da testimonio de la amplitud de sus intereses, de la vocación de compromiso con el país, de su alto sentido ético. En tiempos como éstos, miradas como la suya, como la de Quijano o Carlos Real de Azúa, hacen especialmente falta. A diez años de su muerte, la lección de Martínez Moreno, su rigor y su lucidez intelectual, su independencia de criterios, pero también su calidad humana, resultan difíciles de olvidar.

© BRECHA
   Edición del Viernes 16 de Febrero de 1996   

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